Testimonios

El testimonio personal de Stacey Prins

Recuerdos de mi infancia

Nunca cuestioné el hecho de que debía respetar a Dios. Por haber sido criada por un padre griego muy estricto y una madre inglesa, aprendí desde pequeña la importancia de respetar la iglesia pues representaba a Dios y sus leyes. Recuerdo que cuando estaba en quinto grado de primaria ya sabía que era malo maldecir o pronunciar el nombre de Dios a la ligera, y por eso le pedía perdón a Dios cada vez que lo hacía.

Asistir a la iglesia fue una decisión mía

Mis padres no asistían con regularidad a la Iglesia Ortodoxa Griega de la localidad, pero yo sí iba todos los domingos y mi papá me llevaba. Fui bautizada en esa iglesia cuando tenía 7 años y pensaba que el bautismo era básicamente todo lo que necesitaba para encaminarme al cielo y que después sólo tenía que seguir esforzándome para lograrlo, lo que para mí significaba: ir a la iglesia, ayunar para poder comulgar, siempre llevar una cruz en el pecho y enseñar en la Escuela Dominical. Si hacía todo eso, estaba bastante segura de que tenía una buena posibilidad de ir al cielo.

Cuando entré a la secundaria, como mi papá estaba preocupado por la calidad de las escuelas públicas y por la mala influencia de los jóvenes que asistían a esas escuelas, me cambió a una escuela católica donde hice nuevos amigos. Para encajar allí, comencé a asistir a misa, comulgar e incluso me confesé dos veces. Fui con regularidad por mi propia cuenta durante unos dos años.

Los rituales parecían buenos

Durante la preparatoria regresé a la Iglesia Ortodoxa Griega. Confieso que no le saqué mucho provecho a los servicios porque no entendía el griego antiguo que hablaban, pero había algo tranquilizador por el sólo hecho de estar allí, hacer la señal de la cruz, besar los íconos, prender la vela, comulgar, etc. Pensaba que quizás todo eso sería suficiente. Todos los demás lo hacían y por eso pensaba que me iba bien.

La muchacha de la Biblia

Conocí a una muchacha en la preparatoria que decía haber “nacido de nuevo”. A menudo ella traía su Biblia a la cafetería para leerla y a veces me sentaba junto a ella. Aunque algunos rehusaban sentarse con ella, yo me sentía algo orgullosa de poder sentarme a su lado sin sentirme avergonzada de que ella abriera la Biblia delante de todos. Ella me habló una vez acerca de la cristiandad y mencionó específicamente la expresión “nacer de nuevo”, lo cual nos condujo a un largo debate, después del cual no cambié de opinión pues supuse que los fanáticos de la televisión la habían afectado a ella también.

El muchacho que a diario daba gracias por los alimentos

A los 17 años comencé a trabajar de mesera en un restaurante. Ese invierno un joven apuesto pasaba con frecuencia para tomarse un café, y cuando llegó la primavera venía con tanta frecuencia que yo ya me sabía su orden de memoria y la tenía lista antes de que llegara. En seguida me di cuenta de que él oraba por cada comida, lo cual me impresionó. No parecía ser un fanático, así que para mí era aceptable. Para el verano ya venía todo el tiempo.

Me cayó muy bien y esperaba que él sintiera lo mismo por mí. Finalmente, a principios del mes de agosto, Paúl Prins me pidió que saliéramos juntos algún día. Yo estaba encantada y le dije que sí, pero él nunca ponía una fecha o una hora. Al final yo le pedí que tomáramos un café juntos un miércoles por la noche, después de que yo saliera del trabajo. Salimos juntos cinco noches seguidas y Paúl me contó todo lo que había hecho en sus “días de vida desenfrenada”. Después él me confesó que usó lo de su vida desenfrenada para amedrentarme, pensando que si yo no me intimidaba por eso, entonces yo valía la pena. La realidad era que me había dado cuenta de que él había cambiado, que ya no era ese tipo de persona, o si no, no hubiera salido con él.

Paúl abre su Biblia

Una noche Paúl sacó su Biblia y me dijo que estaba seguro de que iba al cielo, que era salvo porque el Señor Jesucristo le había quitado sus pecados. Cuando me dijo eso, le respondí: “Quizás Él te quitó todos tus pecados, pero nadie puede estar completamente seguro de que va al cielo”. Paúl me mostró varios versículos de la Biblia y yo traté de mostrarle lo que pensaba que venía al caso, pero sabía que no estaba ganando esa discusión. Para mí lo principal era que había sido bautizada y por lo tanto me sentía algo segura de ir al cielo. Al final Paúl terminó la discusión diciéndome: “Mira, la única manera en que puedes mostrarme que estoy equivocado es demostrándomelo por medio de la Biblia.”

Recurrí a la Biblia

Eso fue lo que quise hacer y por lo tanto comencé a leer mi Biblia para poder ganar el desafío que Paúl me había puesto. Durante ese tiempo asistí a dos bodas donde el evangelio fue predicado y desde mi punto de vista se habían pasado de la raya al decir que algunas personas irían al infierno y otras no. Eso no me gustó en lo más mínimo y nunca olvidé lo que dijeron porque supuestamente la Biblia lo decía. Decidí que lo averiguaría yo misma. Leí más versículos e incluso algunos folletos evangélicos, aún sin creer lo que decían, pero ya no tan segura de mí misma. Todas las noches leía la Biblia. Comencé en el Nuevo Testamento, en Mateo, y con cada capítulo y cada libro que leía, quedaba más convencida de mi posición delante de Dios: estaba perdida y no era cristiana para nada. Fue entonces que comencé seria y urgentemente a intentar descubrir cómo podía justificarme ante los ojos de Dios. Sabía que no era salva y las Escrituras me lo confirmaron. Mientras más leía, más perdida me encontraba. Deseaba tanto tener la salvación, pero no podía entender cómo obtenerla.

El 12 de octubre como a las 12:45 a.m., mientras leía en Hechos capítulo 8, vi que “creyó Simón mismo y fue bautizado” (Hechos 8:13), pero por el versículo 21 era obvio que el corazón de Simón no era recto “delante de Dios”. Él había tratado de comprar su salvación al ofrecer dinero para adquirir el poder que tenía el apóstol Pedro.

¡Perdida!

Después de leer eso comencé a pensar acerca de mí misma en ese aspecto. Yo había sido bautizada y pensaba que creía, pero no tenía nada y estaba completamente vacía. Me di cuenta de que no había nada suficientemente bueno que yo pudiera hacer para poder ir al cielo. ¡Absolutamente nada que yo pudiera hacer! Sabiendo eso, me enfrenté a la realidad de que tendría que ir al infierno. Si moría en ese momento, iría al infierno. No era salva. No era cristiana. No tenía un Salvador. Indudablemente el infierno estaba frente a mí y yo estaba completamente PERDIDA.

¡Salva!

Justo en ese momento pensé que “Jesús murió por mí y llevó mis pecados para que yo no tuviera que ir al infierno”. Sabía que era verdad y lo acepté, y Jesucristo me salvó. Fue un gran alivio saber que yo no tendría que ir al infierno, y sabía con certeza, sin la más mínima duda, que iría al cielo por lo que Cristo había hecho en la cruz por mí.

Le di gracias a Dios en ese momento por haber salvado a alguien como yo y por haber dado a Su Hijo por mí. Ahora tengo un Salvador y Él es mi Señor. Desde entonces he seguido dándole gracias y lo seguiré haciendo hasta que lo vea cara a cara en el cielo.

 

Paul partió para estar con el Señor el 11 de julio 2009.